Hace aproximadamente seis años, decidí que era momento de hacer ejercicio. No lo hice por salud, tampoco para mermar mi estrés, ni para entretenerme en algo. Lo hice por vanidad, que siempre ha sido uno de los motivadores que más logros consigue en el ser humano.

Coincidirán conmigo en que sería una cosa rara querer verse uno mejor y no ser visto, pero es lo que la gente pareciera esperar. Aplauden la decisión, pero verán mal la exposición.

En general van a criticar el esfuerzo que se realice, el tiempo dedicado a hacer ejercicio, esos temas de conversación que por naturaleza girarán en torno al trabajo físico y a la alimentación y por sobre todo criticarán la exposición en redes sociales, ya porque “ese de qué se las lleva”, porque “ni que estuviera en forma” o porque “sepan que se puede ir al gimnasio sin publicar fotos”.

La influencia social procura no solo decirte lo que tienes que hacer, sino la forma en que debes hacerlo.

De forma usual la crítica, ya de frente o por importantes e intelectuales opiniones arrojadas a las masas, vendrán de quienes portan el estandarte de que no es el físico lo que importa, sino lo que está en el cerebro, amén de las personas que critican porque se despreocupan de su físico y compensan frustraciones propias con hacer sentir mal a quien sí lo hace, porque “el físico no da valor a una persona”.

Ahora bien, hablemos de la intelectualidad.

¿Qué es?

Es la capacidad humana de comprender, razonar y entender.

Es una capacidad que todos tenemos en distinta medida y que algunos se preocupan en desarrollar.

Vendría siendo como la capacidad física que todos poseemos, cada quien en su medida, misma que algunos se preocupan por desarrollar… ¿Ven la similitud?

¿De qué sirve ser intelectual?

De nada.

En términos generales no aprovecha y sería mucho más provechoso ser especialista en determinado campo, el que se encarga de la generación de riqueza propia. El que tiene como fin sostener el propio estilo de vida y el de la familia o allegados. Vamos, el que da dinero.

De qué sirve a un ingeniero en sistemas o a un mercadólogo saber por qué se dio la guerra de Vietnam, explicar lo que la motivó y la influencia de tal o cual país en ella, o de qué le sirve saber cuánta distancia hay de la luna a la tierra y cómo su influencia gravitacional es imposible que altere el cerebro humano. De nada. En función de su día a día, no sirve para nada.

Hemos creado, eso sí, profesiones donde sí importa sin importar, porque tampoco es necesario que un presidente sepa en qué continente está Uganda (esa está fácil) o cuál es la población de Brasil, pero esperamos que su cultura general sea amplia. ¿Es mejor un presidente que sabe cuánta gente hay en Brasil? No, pero nos gustaría que supiera, como nos gustaría que supieran mucho y sobre todo, presentadores, deportistas y cualquiera que intente tener un nombre en Internet.

(Curiosamente los deportistas profesionales sí encaminan todo su esfuerzo físico hacia aquello que les beneficia en su profesión. Ellos no ejercitan por ejercitar).

Ahora bien, si aunque no haya una ganancia real, igual se apetece ser intelectual ¿qué sentido tiene serlo si uno se guarda el conocimiento para sí mismo? ¿si no se pretende, con el uso del análisis, el conocimiento, la razón y el pregonar de ideas, influenciar en otros?

Ninguno. Sería un sinsentido y de hecho al tal lo tacharíamos de egoísta.

Los intelectuales hoy día escasean, quizá porque abundan los que solo son capaces de influenciar en dos o tres personas, con suerte, y los que no son capaces de explicar su gusto por la intelectualidad.

Además son incapaces de reconocer que son intelectuales por el gusto de serlo, que lo son porque les produce placer mostrarse inteligentes, porque sienten bien que otros los lean o escuchen, niegan que siente el deleite de saber de temas y les encanta ejercitarse en ello, aprendiendo más y más de cuanto pueden para luego compartirlo. En efecto, como a los que hacen ejercicio, que lo hacen por el gusto, por ser vistos, porque disfrutan el placer de presumir sus logros, por estar en el ojo ajeno.

¡Es lo mismo!

Ambas cosas dan placer, ambas cosas te van a dar pequeños beneficios aunque no vayas detrás de cada uno de ellos, con ambas cosas te vas a sentir bien con vos mismo. Ambas cosas te van a hacer una mejor persona, no por lo que vas a dar a otros, sino porque estarás sacando el máximo a tus capacidades, que están ahí sin exigirte nada, pero que, por estar, no utilizarlas sería un desperdicio.

Y sí, ambas cosas querrás mostrarlas, porque para eso se trabajan.

Ambas actividades no están peleadas ni son contrarias. Se puede ser ambas o ninguna. También se puede dedicar todo el esfuerzo a una sola de ellas y olvidarse de la otra. Pero lo que no deberíamos es exaltar más a una que a la otra.

Dejemos ya de endiosar a aquellos que leyeron más libros o que saben un poco más de un tema y se atreven a compartirlo. No son mejores personas, solo se usaron más en ese sentido.

De los que solo copian textos de otros o repiten un discurso prestado ni hablar. Con ellos solo tendríamos que ser más hábiles para identificarlos y descartarlos.

Admiremos, sí, la dedicación, la entrega y los logros de otros, en cualquier rama. Y, si nos place, imitémosles sabiendo que será algo que haremos porque sí y porque nos dará placer.

Yo, por generalidad, no confiaría en ningún intelectual que no sea capaz de aceptar que lo es porque le gusta serlo y porque le vean serlo.

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